Descripción
Extraordinario óleo sobre lienzo de grandes dimensiones realizado por Eduardo Vicente, pintor perteneciente a la Escuela Madrileña de mediados del siglo XX. Se trata de una pintura de trazos ligeros y claros, donde se representa un amplio paisaje desolado y un hombre en primer término, apenas sin rostro para enfatizar su anonimato y nostalgia. En esta obra se palma a la perfección la técnica del artista, basada en composiciones sencillas, un dibujo esbozado y en la búsqueda de espacios donde se pueda crear una atmosfera especial gracias a la luz. Esto se consigue con colores delicados que parecen traslúcidos. Firmado en la zona inferior izquierda.
Sobre Eduardo Vicente (1909 – 1968)
Formado en Madrid, en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, Eduardo Vicente se relacionó con intelectuales y artistas como Juan Ramón Jiménez, Gerardo Diego, Pedro Salinas, Cristina Mallo, Eugenio D´Ors y Ortega y Gasset, entre otros, que contribuyeron a desarrollar en el pintor unas miras intelectuales amplias y elevadas. Probablemente por estas inquietudes, su pintura tiene una gran carga literaria. Hasta el estallido de la Guerra Civil Española, había trabajado como copista para el Museo Ambulante de Misiones Pedagógicas, creado para divulgar por los pequeños pueblos de España, copias de las obras más importantes de la pintura española, entre otras, realizó las copias de las pinturas negras de Goya.
Su vida quedó profundamente marcada por la Guerra Civil Española, un episodio de nuestra historia que tuvo un amplio reflejo en su obra. Militante del bando republicano, Esteban colaboró como ilustrador en algunas revistas, y realizó carteles y grabados para diferentes organizaciones republicanas. Sus trabajos sobre la guerra fueron dibujados con el sentido de la instantánea de las fotografías. Los grabados por otra parte aportan un amplio repertorio de la España más profunda y popular.
Durante la posguerra y en la década de los cincuenta, Eduardo Vicente plasmó, como un testigo plástico, algunos aspectos y rincones de la ciudad que se han perdido para siempre. Sobre todo reflejó la tristeza de ciertos paisajes desnudos, de los suburbios madrileños, donde desentrañó con su mirada a las gentes que poblaban estos desnudos escenarios. Solo tenía 30 años, en 1939, una magnifica formación y experiencia artística, a pesar de ello, supo salir adelante; hizo amistad con José María de Cossio, que le logró en Espasa Calpe un puesto de trabajo, y que Eugenio Dor’s, conociera su pintura y se sintiera admirado por ella; le puso en contacto con un galerista, Aurelio Biosca, que le encargó realizar un cartel para el Salón de los Once, la buena crítica que recibió, le hizo posible retomar su carrera.
Perteneciente a la que se llamó «Escuela de Madrid», ocupó un puesto preferente, junto a Benjamín Palencia, Rafael Zabaleta, Godofredo Ortega Muñoz, Pancho Cossío y Díaz Caneja. En 1951 fue miembro del Jurado de la «I Bienal Hispanoamericana de Arte» y así mismo invitado a participar en la Bienal de Venecia.