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EL BLOG
DE FRAGONARD INTERIORS

Hasta principios del siglo XVIII, los relojes eran grandes piezas que se ubicaban en los campanarios de las iglesias o se colgaban en las paredes de las casas. Las versiones más cercanas a relojes portátiles eran extremadamente costosas y solo accesibles para una pequeña élite social. Fue en el siglo de las luces cuando la búsqueda de los intelectuales por una mayor precisión en la medición del tiempo hizo que este aparato se pusiera en auge. La expansión de la navegación científica requería, en efecto, una determinación exacta de las longitudes en el mar. En 1714, las autoridades inglesas crearon el Board of Longitude para fomentar los estudios sobre el tema. En 1765, el relojero John Harrison logró desarrollar un reloj para marinos con con un porcentaje de error casi mínimo en el segundero. Tras 1830, los relojes se convirtieron en objetos comunes en las actividades cotidianas de los barcos mercantes.

En Londres, a finales del siglo XVIII, este objeto empezó a cautivar a una clientela mucho más amplia que solo la clase privilegiada. Marqueses y condes, pero también maestros cerrajeros, comerciantes de muebles o pescado formaban parte de la clientela de los relojeros. La organización de un mercado para estos productos permitió, a principios del siglo XIX, la circulación de relojes a precios más accesibles y la popularización de su posesión. En 1860, el relojero Roskopf, un alemán nacionalizado suizo, lanzó un reloj llamado Prolétaire, cuyo precio no superaba el salario semanal de un obrero.

La leontina, o cadena de reloj del siglo XIX, tiene su origen en la chatelaine, conocida en España como catalina o castellana, una joya nacida de la necesidad de las mujeres de llevar consigo herramientas esenciales para las tareas domésticas diarias, y encontrarse desprovistas de bolsillos en la vestimenta de la época. Su diseño más elaborado consistía en una o varias placas de las que colgaban cadenas con enganches en sus extremos, permitiendo colgar objetos pequeños como relojes, llaves de reloj, pomos de olor, sellos, estuches de costura, entre otros. Aunque la chatelaine fue más característica del siglo XVIII, su uso comenzó en la Edad Media y estuvo principalmente asociada a las mujeres, quienes la sujetaban a la cintura de sus faldas. No obstante, también existían chatelaines masculinas, más sencillas, que se colgaban de la cintura del pantalón. En el siglo XIX, las chatelaines se volvieron más ligeras y consistían en una o varias cadenas de eslabones complejos, con un pasador en un extremo para sujetarlas al chaleco y un mosquetón en el otro extremo para enganchar el reloj, que generalmente se guardaba en el bolsillo del chaleco. A menudo, a la cadena se le añadían ramales cortos o anillas para colgar la llave del reloj, un medallón, un sello o un guardapelo. Sin duda, el reloj de bolsillo y la leontina se convirtieron en símbolos de elegancia y distinción para los caballeros del siglo XIX.

Los relojes de leontina, a menudo pequeños y redondos, se colocaban en el bolsillo del saco, la chaqueta o el chaleco, sujetos por una cadena o cinta, y se convirtieron en un objeto común tanto en Europa como en América. Para entender su importancia en la vida del siglo XIX, es crucial observar el contexto social en el que surgieron. El auge del reloj coincide con lo que Norbert Elias denomina la «temporación» de las actividades humanas, es decir, la práctica de establecer puntos de referencia temporales comunes para las acciones diarias. Esta armonización se consolidó alrededor de 1840, un poco antes en Inglaterra y Francia, y un poco después en España o Italia, especialmente en la administración de correos y transportes.

La necesidad de sincronizar los viajes en tren impulsó la preocupación por la precisión de las horas y los minutos. La discrepancia entre los husos horarios de las localidades pronto se convirtió en un obstáculo para el funcionamiento de la red ferroviaria. Para facilitar los viajes, se adoptó la costumbre de ajustar los relojes de las estaciones al horario de las capitales. De manera progresiva, la uniformidad horaria se consolidó, afectando tanto a los relojes públicos como a los privados. Así, en 1835, el astrónomo real de Londres pidió a su comisionado que recorriera la ciudad con un cronómetro para sincronizar todos los relojes de la ciudad.

Este mercado de la hora exacta, que perduró hasta la Primera Guerra Mundial, llevó consigo una doble transformación. Los relojes no solo marcaron el nacimiento de un tiempo «artificial», independiente del curso del sol, sino que también simbolizaron una nueva concepción del tiempo en las burguesías europeas, que valoraban la puntualidad y la organización precisa de las horas. Para las amas de casa, el reloj era un instrumento que racionalizaba la gestión del tiempo.

Este nuevo enfoque de la hora se consolidó en todos los sectores de la sociedad occidental. El tiempo regulado se convirtió en la unidad básica para organizar y controlar las actividades en escuelas, prisiones, cuarteles, asilos y fábricas. E.P. Thompson demostró cómo el reloj ayudó a imponer la nueva disciplina del trabajo industrial en las fábricas inglesas del siglo XIX, donde el trabajo se organizaba no en función de la tarea, sino del tiempo, y la remuneración también dependía de esta medición temporal. La importancia radica en la preocupación global por marcar el tiempo del mundo y en la certeza de que existe un tiempo común que regula las actividades humanas a nivel mundial, del cual el reloj se ha convertido en el signo portátil.

Los relojes de bolsillo fueron inventados en Francia a mediados del siglo XVI, gracias a la incorporación del resorte o muelle en espiral en su mecanismo. Inicialmente, tenían forma cilíndrica, pero en Núremberg se fabricaron con forma ovalada, recibiendo el nombre de «huevos de Núremberg». Estos relojes se conocieron en toda Europa, y su invención se le atribuyó a Peter Henlein, un relojero de la ciudad de Núremberg. Con el tiempo, se crearon ejemplares con formas inusuales y mecanismos complejos relacionados con la astronomía y el calendario. Según Derek John de Solla Price, el reloj debería verse más como parte de la historia de los modelos astronómicos, como el astrolabio y el equatorium, que de la historia de la medición del tiempo.

A mediados del siglo XVI, surgieron relojes de bolsillo elaborados, con cajas finamente talladas y decoradas con esmalte. Aunque la precisión era aún deficiente, se realizaron mejoras progresivas. Los relojes de bolsillo, al ser objetos de lujo, eran considerados raros y costosos, por lo que solo las clases altas podían acceder a ellos. Los primeros relojeros eran herreros, cerrajeros o fundidores de cañones, expertos en trabajar metales. Sin embargo, debido a la decoración suntuosa propia del Renacimiento y Barroco, los relojeros necesitaban habilidades de orfebrería, ya que muchos relojes se elaboraban con materiales preciosos. Así, en Francia, Alemania, Italia y otros lugares, se hizo una clara distinción entre los constructores de relojes públicos y los de relojes pequeños de pared o de bolsillo.

Los relojes de bolsillo ganaron popularidad, y su precisión comenzó a destacarse entre los personajes más influyentes de la sociedad.  Un claro ejemplo de cómo estos relojes eran símbolos de distinción se puede ver en los retratos de figuras importantes, quienes siempre eran retratadas con elementos que mostraran su prestigio. Estos objetos, como la leontina, eran pequeñas claves para entender la obra y la relevancia de los personajes, como en el retrato de Nazario Carriquiri realizado por Antonio María Esquivel, pintor protagonista en la época del romanticismo, en el que la cadena de Carriquiri tiene eslabones planos alternados con cuentas traslúcidas, colgando una llave de reloj mediante dos finas cadenas. La leontina se unía al frac mediante un sencillo gancho que atravesaba el ojal. Esta imagen muestra cómo los hombres solían llevar esta joya, sujeta a los botones inferiores de su ropa, permitiendo que el reloj se guardara fácilmente en el bolsillo del chaleco. Cuando la leontina estaba formada por varias cadenitas finas, lograba un aspecto más elegante, como se ve en el retrato de Fernando Ferrant, cruzando el chaleco, obra de Luis Ferrant Llausás.

También era habitual que de la leontina colgara un guardapelo, una pieza que data del Renacimiento y que contenía pequeños mechones de cabello, una materia muy simbólica que representaba la identidad personal y la memoria de seres queridos ausentes o fallecidos. Durante el periodo romántico, el cabello adquirió un significado especial, convirtiéndose en un fetiche, reliquia o talismán. Esto es evidente en el retrato de Basilio de Chávarri de Ángel María Cortellini, donde se ve un sello colgando de la leontina de doble cadena.

Como era de esperar, esta precisión fue especialmente valiosa para los militares, quienes la utilizaron para coordinar sus operaciones de combate. El reloj pasó a ser parte del equipo de los soldados en los últimos conflictos del siglo XIX y las primeras guerras del siglo XX. No obstante, fue durante la Primera Guerra Mundial cuando el reloj alcanzó una importancia sin precedentes. La aviación, que requería cada vez mayor precisión y coordinación en las maniobras, convirtió la gestión del tiempo en un factor crucial en bombardeos y ataques. El aviador Alberto Santos-Dumont, en colaboración con Louis Cartier, diseñó un reloj que podía usarse en la muñeca, liberando ambas manos del piloto. Este avance mejoró considerablemente las operaciones aéreas, pero, sin quererlo, transformó la historia de la relojería.

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